En Casa Para Siempre.
“La mas preciosa posesión que puede llegar a tener un hombre en este mundo es el corazón de una mujer”.
Era uno de aquellos días extraños. Ya saben a que me refiero. Cuando me levante a la mañana, me sentí en paz. El sol brillaba. El aire estaba fresco por el aroma del verdor. Era un bello día y yo estaba bien con el mundo.
Era mi día libre y con agrado me disponía a limpiar la casa y lavar la ropa. Trabajo mucho en un hogar de pacientes crónicos como enfermera de rehabilitación, y en los quehaceres domésticos. No siempre. Pero a veces es un cambio refrescante.
Alrededor de las ocho de la mañana sonó el teléfono. Podía oír la voz de mi madre al otro lado de la línea. Se escuchaba tensa e, instintivamente, supe que algo andaba mal. Ella estaba a punto de llorar.
Procedió a decirme que mi abuelo, su padre, estaba muy enojado porque el hogar de ancianos al que había ingresado dos semanas antes aun no lo había colocado en la misma habitación de mi abuela. Ese había sido el trato: compartiría una habitación con su esposa. Se lo habíamos prometido y contaba con ello.
Siete años y medio antes, la abuela había sido internada en ese lugar debido a que padecía una enfermedad progresiva, la de Alzheimer, y a la incapacidad de mi abuelo para cuidar de ella. Cuando ingreso tenía 90 años y mi abuelo 91. todos los días, durante los siete años y medio siguientes, el caminaba mas de un kilómetro de ida y de regreso para pasar el día con ella. Aun cuando ella no podía hablarle ni responder a sus cuidados y su compasión, el abuelo continuaba con su vigilia diaria.
Cada vez que yo lo visitaba, me relataba como se habían conocido, un día que nunca olvidaría. Me contaba que primero la vio en una multitud de gente en la feria, y que le había impresionado “la linda cinta roja que llevaba en sus cabellos castaños”. Luego sacaba su billetera y me enseñaba la fotografía que tomo aquel día en la feria. Siempre la llevaba consigo.
Con el tiempo, el abuelo llego a estar demasiado débil para vivir solo y cuidar de si mismo. A veces, hasta se olvidaba de comer. Sabia que era solo cuestión de meses que el también tuviera que ser atendido por otros.
Eso no fue fácil de aceptar. Siempre había sido un hombre tenazmente independiente. Condujo su auto hasta los noventa y tres años, y jugo golf diariamente, cuando el clima lo permitía, hasta los noventa y seis años. Pago sus cuentas, mantuvo su apartamento, se lavo la ropa, compro y cocino su comida hasta los noventa y siete años. Pero cuando se aproximaba a los noventa y ocho, ya no pudo cuidar más de si mismo.
Después de mucha persuasión, amor y apoyo, se avino a ingresar al hogar donde se encontraba mi abuela, pero con una condición: compartiría una habitación con ella o no iría. Esto fue lo que decidió y la familia estuvo de acuerdo. Quería “estar con su amada”.
La directora acepto la solicitud y el abuelo ingreso. El día que llego, sin embargo, se le dijo que debería aguardar un par de días hasta que trasladaran a la persona que compartía la habitación con la abuela. Le aseguramos al abuelo que todo estaría bien y partimos, suponiendo que estaba arreglado.
Pero los días se convirtieron en semanas y el abuelo aun no había sido trasladado a la habitación de la abuela. Cada vez estaba más confundido y letárgico. No comprendía porque no podía estar con ella. Peor aun, se hallaba en otro piso y ni siquiera podía “encontrarse” con ella.
Mi madre preguntaba constantemente porque no habían trasladado al abuelo y a que se debía la demora, pero sus preguntas caían en oídos sordos. Por fin, la directora le dijo que lo más conveniente para el abuelo no era mudarse a la habitación de la abuela. Dada su debilidad, pensaban que podría hacerse daño al tratar de colocarla en una occisión mejor o moverla. Conocían bastante su naturaleza independiente y su voluntad de hacer las cosas bien.
Al principio, mi madre acepto esa decisión, pero luego se mostró cada vez mas preocupada. El abuelo se sentía mal lejos de su esposa. Solo deseaba estar con ella –con la persona a quien había amado durante sesenta y ocho años-. Hablaba de ello permanentemente, y estaba siempre triste. El brillo de sus ojos azules se había desvanecido.
Una mañana sonó el teléfono. No había visto al abuelo desde su ingreso al hogar. Al igual que mi madre, luchando por retener las lágrimas, mi abuelo me relato lo sucedido.
Me abrumo la tristeza. Ese ser a quien quería tanto, a quien había idealizado de niña y aprendido a conocer y a respetar como adulta, pasaba sus último años descorazonado y solitario. El, que era mi lazo con la eternidad, estaba perdiendo su espíritu. No le llevaban el apunte y se le negaba el control de su vida. Me enoje muchísimo ante lo que considere una verdadera injusticia.
Después de hablar con mi madre, decidí encargarme del asunto. Llame a la directora del asilo y le pregunte sobre la situación. Me reitero la información que me había dado mi madre. Le explique con serenidad que, a mi entender el abuelo debía ser trasladado a la habitación de la abuela, como se le había prometido. Ella insistió en que podría esforzarse demasiado y lastimarse al cuidarla. Le señale que era importante cumplir la promesa, porque ambos se beneficiarían emocionalmente al compartir la misma habitación, como lo habían hecho durante sesenta y ocho años. No veía porque, al final de sus largas y amorosas vidas, habría de negárseles su mutua compañía. Se amaban, y el “trato” había sido que estarían juntos.
Tras mucha discusión y desacuerdo, ya no pude contenerme. Mis emociones estallaron. Pregunte: “¿cual es el problema? Si mi abuelo, de noventa y ocho años, tuviera colesterol y le fascinara comer queso, ¿sabe una cosa? , lo dejaría hacerlo. Es mas, ¡yo misma saldría a comprarle su queso predilecto! Y si no pudiera comer solo, yo se lo daría. Estar en una habitación con mi abuela es importante para el, para su bienestar emocional, para su espíritu, para que haya brillo en sus ojos”.
Hubo una larga pausa al otro lado del teléfono. La directora contesto que comprendía lo que le estaba diciendo y que se ocuparía de ello.
Eran cerca de las nueves de la mañana cuando terminamos nuestra conversación, les daría plazo hasta las dos de la tarde para que mis abuelos estuvieran juntos. También le informe que si no efectuaba el traslado para ese momento, yo misma los retiraría de esa institución y los colocaría en otra donde pudieran compartir la misma habitación.
Luego llame a mi madre y le dije:
-Deja todo y toma tu bolso. Vamos a visitar a los abuelos. Conduje hasta lo de mi madre, deteniéndome en el camino a fin de comprar un televisor a color para el abuelo, mama me recibió en la puerta con una gran sonrisa y juntas nos dirigimos al asilo, con la sensación de haber controlado la situación.
Cuando llegamos, la abuela dormía profundamente y el abuelo estaba sentado a su lado, acariciando sus cabellos. Tenía una sonrisa en el rostro y aquel viejo brillo en sus maravillosos ojos azules. Le arreglaba el cobertor y le estiraba las sabanas. Y comenzó a hablarme de nuevo de su “amada” y de cuanto la quería, sin dejar de mencionar la feria y el lazo rojo en sus hermosos cabellos castaños. Me enseño la fotografía que guardaba en la billetera. Por fin había llegado a casa.
Jean Bole.
Extraído del libro “Sopa de pollo para el alma de la mujer”.